martes, 24 de septiembre de 2013


La calidad y los paradigmas educativos
José Blanco
A inicios de los años ochenta la Unesco reportó tasas de cobertura superiores a 95 por ciento en América Latina: prácticamente cobertura universal en la matrícula de educación básica. Esta circunstancia puso sobre la mesa el problema de la calidad de la educación y la capacidad de los sistemas educativos para retener a los alumnos que accedían a las aulas. La masificación, se dijo entonces, estuvo acompañada de una significativa pérdida de su calidad. Fuimos testigos entonces del inicio de una acelerada investigación educativa que incluía preguntas tales como: ¿qué se entiende por calidad educativa?, ¿qué quiere decir mejorar la calidad de la misma? Comenzaba a hacerse evidente que nos hallábamos frente a un concepto confuso y ambiguo, y por ello se tornó consciente que se estaba frente a un problema teórico: la construcción de significados que contribuyeran a otorgarle precisión al concepto de calidad y al mejoramiento de la misma.


Se dio un paso importante al caer en la cuenta de que la creciente literatura sobre el tema ponía de manifiesto que el concepto de calidad es un significante y no un significado que, en cuanto tal, puede adquirir múltiples significados. Los significados que se le atribuyan a la calidad de la educación dependen de la perspectiva social desde la cual se hace, de los sujetos que la enuncian (profesores, padres de familia, o instancias de planeación educativa), y desde el lugar en que se hace.

El concepto de calidad , en tanto significante, es referente de significados históricamente producidos y en ese sentido es un concepto que no puede definirse en términos esenciales ni absolutos. No es posible pensar en una sola definición de calidad, dado que subyacen en ella las definiciones que se adopten acerca de sujeto, sociedad y educación.

Se reconoce la calidad por sus (d)efectos: los resultados negativos de la escolaridad o de lo que por mucho tiempo se ha llamado crisis de la educación. En efecto, evidencian que se está juzgando allí un problema de calidad de la educación.

La calidad es un juicio de valor respecto al ser, en tanto poder ser. Está aquí implícita una dimensión de futuro, de utopía o deber ser. Está presente, por tanto, la idea de comparabilidad entre condiciones presentes y las que podrían ser en el futuro, lo que no deja de llevar riesgos de errores graves, como el de que nos olvidemos de la naturaleza del hecho educativo, remplazándola por modelos ya hechos, y en consecuencia se juzgue la calidad educativa mediante una apreciación de la semejanza con tales modelos. Lo deseable concebido por medio de modelos puede ser instrumento de una construcción alienada o de dominio ideológico.

Según el investigador Michael Stephen Schiro, existen cuatro grandes ideologías curriculares que sustentan a su vez diversas teorías del currículo escolar: la académico escolar, que se identifica con la pedagogía tradicional; la de la eficiencia social, que sustenta teorías curriculares como la tecnología educativa; la de la reconstrucción social, que se identifica con la teoría crítica del currículo, y la ideología del estudio del niño, que se identifica con la corriente perteneciente a lo que conoce con el nombre de escuela activa. De cuerdo con este fecundo investigador, hoy día tienden a predominar en América Latina las ideologías de la eficiencia social y la de la reconstrucción social, que presentan posiciones opuestas. La calidad se concibe, en consecuencia, de modo distinto (aunque haya puntos de coincidencia).

En la propia América Latina parece preferirse un enfoque distinto, y es la exploración de la diversidad de los conceptos de calidad, en el marco de al menos los siguientes paradigmas educativos: el paradigma conductista, el cognitivo, el sociocultural, el paradigma humanista y el constructivista, la mayoría –si no todos–, con enfoques educativos centrados en el aprendizaje, según su discurso, pero aún lejos de ser realidades.

Por supuesto nos es imposible entrar en el examen de las complejidades de las propuestas de estructura interna de esos paradigmas, en las convergencias inevitables, en la atención a los necesarios principios del paradigma humanista –que en realidad no reúne los componentes de un paradigma–, ni en la diversidad de propuestas sobre la construcción de aprendizajes por competencias en cada uno de esos paradigmas. Como se advierte, se trata de un espacio de vasta complejidad que, sin embargo, demanda definiciones operativas, pues el debate sobre las definiciones seguirá como un campo abierto a la reflexión y la discusión.

Sylvia Schmelkes escribe: la calidad que estamos buscando, como resultado de la educación básica, debe entenderse claramente como su capacidad de proporcionar a los alumnos el dominio de los códigos culturales básicos, las capacidades para la participación democrática y ciudadana, el desarrollo de la capacidad para resolver problemas y seguir aprendiendo, y el desarrollo de valores y actitudes acordes con una sociedad que desea una vida de calidad para todos sus habitantes. He ahí un gran paso hacia una definición operativa que, no obstante, al volver sobre las tesis expuestas muestra a las claras que, como decía el autor de este espacio alguna vez, requiere a toda la tribu. Sí, se requieren objetivos y metas nacionales de orden general, pero sobre todo se requieren profesores capaces de vérselas con estas temáticas y acordar en cada escuela, con directivos y si es posible padres de familia, los objetivos y paradigmas más favorables a la formación de seres pensantes. (La Jornada)